Como
cada amanecer, los primeros rayos de sol se
asomaron
tímidamente por
el lejano y oscuro oriente, iluminando con su tenue luz la cumbre
nevada del Mindolluin.
El
fuego de la antorchas, todavía encendidas, comenzó a extinguirse en
los distintos sectores de la Ciudad Blanca. Un nuevo día había
comenzado, y Minas Tirith se desperezaba con el tibio calor de la
mañana.
Alrededor
de la ciudadela, algunos centinelas montaban guardia. Situados en
distintos puntos de la muralla, contemplaban con ojos siempre
vigilantes la extensa llanura del Pelennor, atentos a cualquier
movimiento extraño procedente del país de la Sombra.
El
Senescal se asomó a uno de los pequeños balcones que se abrían en
la Torre de Ecthelion.
Desde
su
elevada posición, podía divisar la cercana ciudad de Osgiliath,
punto de constantes y sangrientas luchas entre el ejército de Gondor
y las tropas del enemigo. Más allá de sus derruidas torres, más
allá de los despojos de su antiguo esplendor, interminables nubes de
humo gris cubrían el cielo invernal, amenazando con devorar la
escasa luz que Anor proporcionaba a aquellas tierras suspendidas en
el tiempo.
Miró
hacia abajo.
Aún
era temprano, pero las intrincadas calles empezaban a llenarse del
bullicio habitual. Decenas
de
ciudadanos entraban y salían de los pequeños comercios, absortos en
sus tareas, tan perdidos en su propio mundo que apenas prestaban
atención a lo que ocurría en torno suyo, igual que diminutas
hormigas dentro de un inmenso hormiguero.
Se
iniciaba así la rutina de un nuevo día.
Todo
parecía inmutable, inamovible,
sin embargo,
creyó intuir
algo distinto
en el aire fresco de la mañana,
algo que la propia ciudad, como si de un ser vivo se tratase, parecía
presentir
igual que él,
algo que impregnaba cada
inmaculada piedra blanca
y que
comenzaba a invadir hasta las más ocultas callejuelas.
Entonces
lo escuchó.
Un
sonido lejano, apenas imperceptible, como barrido desde tierras
lejanas, sus breves notas apenas sostenidas sobre un cielo que poco a
poco comenzaba a teñirse de gris.
Ladeó
la cabeza extrañado,
buscando el origen de aquel ruido que a duras penas había logrado
discernir.
El
sonido irrumpió de nuevo en la ruidosa actividad de la ciudad, esta
vez más nítido, más prolongado. No
se trataba de imaginaciones suyas.
Esta
vez sonó con mucha más fuerza, como
un grito desesperado de ayuda.
Denethor
no tuvo duda alguna. El
cuerno de Vorondil
no sonaba por casualidad y aquello sólo podía significar una cosa:
Boromir se encontraba en apuros.
En
los instantes que siguieron, el bramido se repitió varias veces más,
confundiéndose con los truenos que una incipiente tormenta comenzaba
a descargar sobre la ciudad, hasta que, de repente, todo quedó en
silencio.
El
Senescal se aferró con fuerza a la barandilla y se asomó todo lo
que pudo, con el anhelo de captar nuevos y reveladores sonidos. Un
rayo surcó el cielo casi negro que ahora se cernía sobre él, y las
primeras gotas de lluvia cayeron sobre su rostro, resbalando
lentamente por sus mejillas.
Sintió
un escalofrío y el más profundo pesar se apoderó de su corazón.
No necesitaba que nadie se lo confirmase. Sabía que su querido
primogénito se había desvanecido para siempre, y con él la
esperanza de un futuro mejor.
En
silencio, comenzó a llorar.
Qué sorpresa volver a leer brotes en el Arbol Blanco después de tanto silencio! Boromir se puede sentir honrado contigo.
Maeglin dijo...
26 de octubre de 2012, 17:18