“Tic, tic, tchic”
A
cada pequeño chasquido de la caña le seguía una onda perfecta y
cristalina en el agua.
“Tchic, tic, chic, tchiíc"
Los tirones
al improvisado sedal se hacían más enérgicos, rápidos y
desesperados a cada instante. Las ondas del forcejeo con la presa ya
asemejaban un oleaje en miniatura, lo que excitó la imaginación del
joven pescador. Los ojos azules de Magar se iluminaron al tiempo que
pasaba de sostener a agarrar, y de agarrar a abrazar su caña. Era
él, esta vez no había lugar a error, en el filo de su anzuelo
luchaba el Plata Cano, más que un pez una leyenda. Los padres de su
padre fueron los últimos en saber del Señor Albo en Regato de Rodela. Por aquel entonces todo el mundo nadaba en la abundancia y la
risa era música frecuente en las calles. Nadie estableció relación
alguna entre su ausencia y las penurias que se alojarían en la aldea
al poco tiempo. Muchos inviernos y veranos sin el menor rastro de la
criatura mágica lo habían relegado a cuento para niños o canción
de chanzas para titiriteros. Sin embargo aquí estaba de nuevo al
fin. El metálico resplandor blanco bajo el agua así como el
siseante arrullo con que refunfuñaba al bregar contra el chico lo
delataban. Tenía que ser él.
Ensoñó con su trofeo,
aún por cobrar. Se veía volviendo a la aldea cargando a sus lomos
con el mágico pez. Cruzando el arco de piedra, único vestigio de la
anciana y desaparecida muralla, que hacía las veces de puerta mayor
para los visitantes de alcurnia y blasonados que se dignaban caer por
allí en los tiempos anteriores al hambre. Casi podía oler las
brasas. Oler la leña y el fuego que con tiento y mimo habría
encendido su “Apa” Midel, confiando en que volvería victorioso
de las burlas y desprecios que le despedían todas aquellas mañanas
que se dirigía al rio. Soñaba con el fulgor níveo que tendría el
Plata Cano en el umbral de la roída y destartalada choza a la que
llamaban casa.
Se agolpaban en su cabeza imágenes de los oros y
milagros que se habrían de regalar al dueño del Señor Albo del
rio. Si lo que las viejas contaban era verdad no habría más hambre
para nadie y la fortuna cambiaría para siempre en Regato de Rodela.
Con tales fantasías, sueños y cuentas de fortuna Magar enfrentaba
los crecientes sudores, laceraciones en sus manos, calambres en las
piernas y repetidos desfallecimientos que la lucha con su Plata Cano
le regalaba. Pero si bien la voluntad del chico era del mejor hierro
dulce forjado, los juncos y ramas que montaban el entusiasta ingenio
que él generosamente llamaba caña, distaban mucho de serlo.
“Crick
Craack ¡Choff!”
De pronto el mundo era rojo, salino y granulado.
La caña había cedido y la inercia del crujido había dado con los
huesos del aspirante a pescador al cenagal. Respiró mucha agua
arcillosa, tosiendo durante largo rato. Mientras recuperaba el
resuello, el muchacho maldijo prolijamente su suerte así como a su
presa, ya en fuga.
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